Eran las diez de la mañana de un lunes. La señora María acababa de hablar con su portera, “La Controler”. Aunque las calles estuvieran levantadas por las obras de mejora de las aceras y tuberías, pronto llegaría al mercadillo del barrio. No le importaba tener que arrastrar más de la cuenta su pierna izquierda, anquilosada por la artrosis. Su único propósito era contar allí, lo que había ocurrido esa noche.
El primer puesto con el que se iba a encontrar sería la panadería, allí descubrió la insufrible Beatriz, y sus cadenas de oro. No era su mejor elección, pero estaba apunto de estallar, no se podía demorar más, debía revelar lo que conocía.
- Buenos días, Beatriz –atropelladamente le saludó.
- Buenos María, que apuro traes –le miró puntiaguda.
- Calla, calla, que no sabes de lo que me he enterado.
- Cuenta –girando su cabeza y agitando la mano dijo tras un bufido- huele terriblemente a tabaco.
- El chico de la María Jesús, la de la papelería, que ha desaparecido.
- ¡Qué me dices!
- Se fue a las siete de la tarde de casa ayer, y ya no volvió a dormir.
- ¿Y que más? –y sin esperar le volvió a exigir- Detalles María, detalles.
Como una plaga de cucarachas corrió la noticia por el mercado. Las desdichas humanas hacen correr ríos de saliva.
Al lado del cristal que protege los comestibles de la charcutería, un hombre de unos setenta años, ancho de pecho y poco pelo, escuchaba inquietamente los murmullos, como si corriera el dial de una radio a lo largo de todas las frecuencias, recibía la noticia a trompicones. Sus ojos sin extrañeza miraron de reojo a una silueta que se le aproximaba.
- ¿Has fumado? –le preguntó a lo que ya era una forma.
- ¿Por?
- Huele a tabaco.
- Ya sabes que no puedo fumar.
- ¿Estas escuchando?- preguntó Antonio, a su amigo Pedro.
- Ha pasado algo ¿verdad?
- Miguel, el hijo de la María Jesús, falta de casa desde ayer.
- ¿Qué ha podido pasar? – preguntó Pedro.
- ¿Tengo que responder?-se hizo el indiferente un leve instante de tiempo- se pueden imaginar tantas conjeturas, pero no tengo ninguna base para decidirme por alguna.
- No te hagas de rogar –mirando a lo expuesto tras la cristalera- tiene mejor pinta el jamón donde Ramón.
- Que tontería ¿verdad? –mientras reía aparatosamente- no la del jamón, si no lo de no querer suponer. No te voy a hacer caso, no tienes ni idea de elegir jamón, ¿cuantas veces hemos comido jamón salado por tu culpa? –y con las manos hace el gesto de muchas- lo que yo diga, ¡eh!
Una señora que se encontraba próxima a ellos preguntó.
- ¿Habla conmigo?
- No señora, con usted no- adornó la respuesta con una sonrisa bobalicona- no se preocupe, yo hablo solo, mucha gente habla sola.
La mujer, algo enojada, se apartó y musitó “viejo chocho”.
- Ya sabes que no me ve la gente –le recordó Pedro.
- Es obvio que hablo contigo, o sea, con nadie. Si estas aquí no puedo dejar de hablarte, si eres invisible para los demás no es mi culpa, ya lo hemos hablado muchas veces.
Antonio Muñoz y su amigo Pedro Guardia, salieron del mercado tras la compra de cuatro kilos de naranjas, cien gramos de jamón de cerda y cincuenta de mortadela.
- Pedro, vamos a casa por aquí –Antonio le indicó con la cabeza su izquierda- cuidado no te caigas, así pasamos por delante de la tienda de María Jesús.
- ¿Estará abierta?
- No creo, lo que yo te diga ¡eh!.
- ¿Entonces? – Pedro le reprochó.
- Entonces nada –le miró a los ojos con comprensión- ¿o es que tienes una cosa mejor que hacer?
Antonio amaba los comercios pequeños, los de barrio de toda la vida. Él había poseído una ferretería, en el centro de la ciudad. Sabía que con la proliferación de las grandes superficies, no era un buen momento para ellos.
La papelería se encontraba cerrada, y al parecer no había nadie dentro. Antonio, se cercioró arrimándose a la cristalera y colocando sus manos encima de sus ojos para que el reflejo de la luz del exterior no deslumbrara su mirada.
Sintió la grandeza de su predicción.
- No hay nadie, Pedro, lo que yo te decía, ¡eh!
Se volvió y no vio a Pedro, pero por la otra acera transitaba esquivo Gerardo, le llamó en un grito.
- Hombre, Gerardo, ¿qué tal estas? ¿y tus gatos?
- Bien Antonio, bien, ya te dije que ya no tengo gatos –el cansancio se expresó en su rostro.
- Lo de los gatos se lo preguntas todos lo días – Pedro apareció para recordárselo a Antonio.
- Ah, si claro que se te murió Alfonsín, tu último gato, el que más querías, y te pones triste cuando te hablo de él, es verdad. Bueno hombre –Antonio puso su mano derecha sobre el hombro contrapuesto de Gerardo.
- ¡Antonio! – le reprendió Pedro.
Con los ojos desorientados, Antonio percibió su metedura de pata. Alargó el silencio todo que pudo. En ese momento el suelo se abrió y una mujer con forma de monstruo deforme le quiso atrapar para llevárselo a las profundidades del infierno y castigarle. Lo ataría a un potro de tortura, le estiraría los miembros casi hasta que se descoyuntaran, después le daría cientos de latigazos y sobre las heridas vertería vinagre.
Se aclaró la vista y la brecha que se había abierto ya no existía.
- Me ves aquí, comprobando que la tienda de María Jesús esta cerrada –Antonio se había recuperado de su fantasía- ¿te has enterado verdad?
- Si, ahora vengo de su casa, hay dos coches de policía en su calle, ¿no sé ni como han podido llegar?
- ¿La policía? Ya. –se mostró extrañado Antonio.
- Si, han encontrado la bici de Miguel, en la calle Margarita.
- Ya se puede pasar por aquí hasta la casa de Maria Jesús.
- Vete por esta acera y luego cruzas la calle a la altura de la tintorería.
- ¿Te vas a comprar algún gato?
- Yo nunca me compro gatos –con la expresión le entregó toda su antipatía.
- Los recoge de la calle o se los regalan, Antonio, por favor, vamonos –Antonio aprobó a Pedro en un acto de fe.
- Nos vamos, Gerardo, tenemos cosas que hacer.
- Si, si, tira – se notó como el cuerpo de Gerardo se liberaba y aligeraba poco a poco el paso alejándose.
Metros más adelante entre zanjas y barandillas. Antonio se dirigió a Pedro.
- No seas tan protector conmigo, joder, tengo setenta y dos años –Antonio se mostraba fastidiado.
- Es que no paras de hacer el ridículo.
- A mi edad me lo tendrían que permitir.
- Pero, es que no te das cuenta que molestas a la gente.
- ¿Cómo? ¿qué quieres decir? Anda déjame solo un rato.
- Como tú quieras.